Entre los verdes prados de la sierra las pequeñas florecillas silvestres luchaban por hacerse un hueco entre la frondosa hierba. El sol brillaba en lo alto del cielo imponiendo su fuerza. El verano había llegado hacía un mes.
A lo lejos se divisaba el pequeño pueblo de Ólvega, donde sus habitantes madrugaban para hacer el pan y las tareas del campo. Lo más alto del pueblo era la torre de la iglesia, y en ese punto se ubicaba una veleta, con los cuatro puntos cardinales, hecha de hierro y acero, con un punta muy afilada.
Pero algo tenía atemorizados a los vecinos del pueblo. Emilio, el panadero, fue el primero en verlo. Una mañana se levantó temprano y fue a dar un paseo por el camino del Serbal. Iba despistando mirando las flores cuando tropezó con algo extremadamente grande. Era el diablo. Estaba dormido, medía por lo menos 3.000 pies y su piel era de un rojo intenso. Tenía una cola muy larga acabada en punta a unas diminutas alas parecidas a las de un murciélago. Emilio echó a correr asustado y no paró hasta llegar a su casa a contárselo a su mujer. Ella no le creyó, pensó que habría sido una visión y siguió haciendo el pan.
Emilio se dirigió entonces a casa de Antonio, el alcalde de Ólvega. Estaba sentado en un banco de su jardín. Emilio llegó gritando que había visto al diablo en el camino del Serbal. Cuando Emilio terminó de contarle su relato. Antonio intentó tranquilizarlo, pero Emilio regresó a su casa enfadado porque nadie le creía y no se atrevió a volver a pasear. El rumor de que Emilio había visto al diablo se extendió como la pólvora por todo el pueblo.
En la plaza Mayor estaban todos los vecinos reunidos para preparar las fiestas que estaban a punto de llegar.
Sol les observaba con interés mientras se escondía entre las montañas. Él y Luna eran grandes amigos. Cada día y cada noche se saludaban con alegría. Sol le contó a Luna los comentarios que corrían por el pueblo respecto al diablo, pero ninguno de los dos podían creerlo.
Esa noche Emilio miró al cielo y cruzó los ojos con Luna. Suspiró y los que estaban en la plaza también dirigieron su mirada hacia el cielo, admirando la belleza de Luna. Era blanca como la nieve y tenía unos grandes ojos azules.
De repente el suelo retumbó y Luna se escondió detrás de la torre de la iglesia al ver lo que tenía delante. No podía creer lo que estaba viendo. Asustados todos los vecinos corrieron a esconderse a sus casas. ¡El Diablo estaba allí mismo! Miró a su alrededor contemplando los efectos que había producido su presencia y soltó una carcajada que hizo que el viento soplara con más fuerza que nunca.